Querido
Marco: He ido esta mañana a ver a mi médico Hermógenes, que acaba
de regresar a la Villa después de un largo viaje por Asia. El examen
debía hacerse en ayunas; habíamos convenido encontrarnos en las
primeras horas del día. Me tendí sobre un lecho luego de despojarme
del manto y la túnica. Te evito detalles que te resultarían tan
desagradables como a mí mismo, y la descripción del cuerpo de un
hombre que envejece y se prepara a morir de una hidropesía del
corazón. Digamos solamente que tosí, respiré y contuve el aliento
conforme a las indicaciones de Hermógenes, alarmado a pesar suyo por
el rápido progreso de la enfermedad, y pronto a descargar el peso de
la culpa en el joven Iollas, que me atendió durante su ausencia. Es
difícil seguir siendo emperador ante un médico, y también es
difícil guardar la calidad de hombre. El ojo de Hermógenes sólo
veía en mí un saco de humores, una triste amalgama de linfa y de
sangre. Esta mañana pensé por primera vez que mi cuerpo, ese
compañero fiel, ese amigo más seguro y mejor conocido que mi alma,
no es más que un monstruo solapado que acabará por devorar a su
amo. Haya paz... Amo mi cuerpo; me ha servido bien, y de todos modos
no le escatimo los cuidados necesarios. Pero ya no cuento, como
Hermógenes finge contar, con las virtudes maravillosas de las
plantas y la dosis exacta de las sales minerales que ha ido a buscar
a Oriente. Este hombre, tan sutil sin embargo, abundó en vagas
fórmulas de aliento, demasiado triviales para engañar a nadie. Sabe
muy bien cuánto detesto esta clase de impostura, pero no en vano ha
ejercido la medicina durante más de treinta años. Perdono a este
buen servidor su esfuerzo por disimularme la muerte. Hermógenes es
sabio, y tiene también la sabiduría de la prudencia...
Memorias
de Adriano, Marguerite Yourcenar