Todos necesitamos que alguien nos mire. Sería posible dividirnos en cuatro categorías, según el tipo de mirada bajo la cual queremos vivir.
La
primera categoría anhela la mirada de una cantidad infinita de ojos
anónimos, o dicho de otro modo, la mirada del público. Ese es el
caso del cantante alemán, de la actriz norteamericana y también del
redactor con largas barbas. Estaba acostumbrado a sus lectores y,
cuando un buen día los rusos cerraron su semanario, tuvo la
sensación de que el aire era cien veces más enrarecido. Nadie
podía reemplazarle la mirada de los ojos desconocidos. Le pareció
que se ahogaba. Entonces fue cuando advirtió que la policía
vigilaba todos sus pasos, que oían sus conversaciones por teléfono
y que hasta le sacaban en secreto fotos en la calle. ¡De pronto los
ojos anónimos estaban otra vez en todas partes y él podía respirar
de nuevo! ¡Estaba feliz! Se dirigía con voz teatral a los
micrófonos de las paredes. Había encontrado en la policía al
público perdido.
La
segunda categoría la forman los que necesitan para vivir la mirada
de muchos ojos conocidos. Estos son los incansables organizadores de
cócteles y cenas.
Luego
está la tercera categoría, los que necesitan de la mirada de la
persona amada. Su situación es igual de peligrosa que la de los de
la primera categoría. Alguna vez se cerrarán los ojos de la persona
amada y en el salón se hará la oscuridad. Pertenecen a este grupo
Teresa y Tomás.
Y
hay también una cuarta categoría, la más preciada, la de quienes
viven bajo la mirada imaginaria de personas ausentes. Son los
soñadores. Por ejemplo Franz. El único motivo de su viaje hasta la
frontera de Camboya fue Sabina. El autobús traquetea por la
carretera tailandesa y él siente que su larga mirada se fija en él.
La
insoportable levedad del ser, Milan Kundera